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    «La Tragantía» una leyenda no apta para niños

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    En la zona de Cazorla tienen muy claro que si un pequeño escucha esta canción, el monstruo lo devora.

    Por eso los pequeños procuran irse a la cama y dormir muy temprano. 

    Y es que se cuenta que en la noche de San Juan “la Tragantía” canta con una dulce voz: 

         YO SOY LA TRAGANTÍA

    HIJA DEL REY MORO,

    EL QUE ME OIGA CANTAR

    NO VERÁ LA LUZ DEL DÍA

    NI LA NOCHE DE SAN JUAN.

    Todo esto tiene su origen cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron llegaban con carros, cruces y caballos.

    El rey moro de Cazorla sabía que iban a devastar sus posesiones, por lo que sería inútil que aquel pequeño reino se resistiera por las armas a la violencia de los cristianos.

    En el viejo castillo de Cazorla se encontraba un mirador alto desde el que se contemplaba el verde val y un río con multitud de norias y molinos.

    Tragantia, La Leyenda (1 de 2)

    El rey veía cómo su pueblo atravesaba el puente tirando de carros en los que habían cargado sus más valiosos útiles.

    Sabía la suerte que aguardaba a su pequeño reino.

    Ya dos años ya antes lo hicieron en Quesada, los cristianos entraron a sangre y fuego y devastaron todo lo que no pudieran rapiñar.

    El rey de Cazorla tomó una serie de medidas: dejó el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras para luego volver cuando el riesgo hubiera pasado.

    Puso a salvo su trigo y sus caballos, mientras temía las avanzadas de los cristianos que alcanzaban el val antes que hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo. El desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida.

    DECIDIÓ QUE SU HIJA PERMANECIERA EN EL CASTILLO, PERO OCULTA EN UNAS SECRETAS HABITACIONES SUBTERRÁNEAS DE CUYA ANTIGUA EXISTENCIA SÓLO ÉL CONOCÍA.

    Aunque la dejaba bien provista de alimentos, claraboyas de aceite y todas las otras cosas precisas para no sentir incomodidad alguna en los poquitos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no terminaba de resinarse a partir.

    El rey de Cazorla salió a galope tendido, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en la mitad de la perfecta quietud. 

    Sus vasallos estarían a salvo. El no.

    Se oyó el helado zumbido de un proyectil, y una encalla atravesó el cuello del rey derribándolo sobre los maderos.

    La punta le salía, roja, por las vértebras. Un conjunto de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al conjunto fugitivo. 

    Pareció que el rey quiso decir algo ya antes de fallecer, mas el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. 

    Lo cristianos no devastaron el val. Se establecieron en él y lo poblaron con sus colonos traídos de lejanas tierras.

    Pronto volvió el humo a las chimeneas y el costoso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres canciones a las eras.

    En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra mantenían el techo de las mayores.

    En algunos había lápidas con inscripciones paganas.

    La tinieblas del subterráneo no aceptaban noches ni días. 

    Con un misericordioso candil en la mano deambulaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de sofocación cada vez que creía escuchar un estruendos.

    A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y después su desesperación y su insensatez cuando entendió que el planeta se había olvidado de ella.

    Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz. Aterida de frío, la infeliz se dispuso a fallecer debajo de las mantas de su obscuro lecho.

    Durmió, o bien creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por crueles pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas.

    Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le generó asco y escalofríos.

    No sentía apetito ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. 

    Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que mantenían el techo.

    ASÍ FUE COMO LA DESDICHADA PRINCESA SE TRANSFORMÓ EN TRAGANTÍA.

    En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada loseta con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar.

    Se dice que es la entrada, seguida de larguísima escalera estrecha, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla escondió a su hija.

    A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una solitaria gruta que está en el camino, de Montesino.

    Durante la noche de San Juan, la localidad de Cazorla revive la historia legendaria de la aparición de la mujer-serpiente (la Tragantía) que habita, el resto de los días del año, en el Castillo de la Yedra para vengarse de todos los habitantes.

    La historia de leyenda se revive entre música, danzas y otros espectáculos.

    Los participantes deberán tomar el tradicional té y las pastas y decir el conjuro para evitar el maleficio: “Yo soy la Tragantía, hija del rey moro, el que me oiga cantar no verá la luz del día ni la noche de san Juan”.

    Tragantia, la Leyenda (2 de 2)

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