Cuenta la leyenda que Alí, el rey moro de la Cora de Yayyan (Jaén), tenía disputas con Al-Hakam, califa de Córdoba, terminando estas disputas en una gran batalla entre los dos reinos.
Tras muchos días de batalla, el rey Alí venció a las tropas del rey Al-Hakam, volviendo a los reinos de Jaén glorioso y victorioso en su caballo blanco, aún lleno de sangre de la batalla disputada, demostrando a su pueblo su poder y hombría.
Sus súbditos lo recibieron con sus mejores galas y desde ese día reinó prósperamente entre sus vasallos.
El reino de Jaén gozaba de grandeza y prosperidad, ya que la ciudad tenía una gran mezquita con minarete enfrente del raudal de la Magdalena, una gran riqueza de cereal por sus abundantes aguas, un gran zoco laberíntico donde los alimentos, telas y las especias abundaban y un gran hamman (baños) con varias salas, en las que la gente tanto nobles como mercaderes cerraban sus negocios y disfrutaban del ritual del baño purificante.
Un día, estando relajadamente el rey Alí solo en la sala caliente del hamman, donde disfrutaba de la sala de los vapores de su palacio, unos vasallos del rey Al- Hakam, que llevaban años infiltrados entre los trabajadores de los baños, aprovecharon la calma de su baño privado para encender un gran fuego y avivar los alambiques de vapor.
Éstos mantenían la temperatura de la sala caliente, alimentando el fuego de las calderas al máximo hasta elevar la temperatura tanto, que acabaron asfixiando al rey moro, perdiendo este la vida entre las columnas y arcos de los baños de su palacio.
Ahí se desplomó su cuerpo sobre el suelo, quedando este inerte en las grandes losas de piedra, mientras su rostro era iluminado por los rayos de sol que entraban por los tragaluces con forma de estrella de David, los cuales daban luz natural a la sala, quedando allí desde ese día su alma atrapada por los siglos de los siglos entre los restos del que era su antiguo palacio (hoy palacio de Villardompardo).